viernes, 25 de noviembre de 2016

La cruz cíclica de Hendaya





Bahía de Txigundi: 3 pueblos, 2 países y un río (y un gran misterio)
   
   En esta comarca, antigua salida al mar de Navarra, luego ocupada por los gascones, se asoman al balcón azul de la bahía de Txingudi tres poblaciones del país vasco: Irún, Hondarribia y Hendaya, dos estados: Francia y España, unidas por el río Bidasoa.


   Hendaya significa bahía grande, es sitio de veraneo especialmente para los cercanos guipuzcoanos que son propietarios de más de la mitad de las casas. Más allá del turismo estacional y masificado, en el corazón de su casco urbano esconde un pequeño icono revelador: una humilde cruz de piedra.
   Este pequeño monumento revela información acerca del final de ciclo de nuestra civilización actual. 
   Del mismo modo que observando una célula entre millones puede revelar anomalías del conjunto del cuerpo, una "célula de piedra" puede igualmente diagnosticar el curso y el final de un mundo gangrenado, enfermo y agresivo.

Castillo neogótico de Abbadie
   Hay miles sino millones de informaciones plasmadas en el arte: escultura, pintura, literatura, música. Es una costumbre ancestral crear soportes de información con códigos acerca de la estructura de la vida, el ser humano, la naturaleza, la mente, la medicina y el conocimiento. Esto era así tanto para evitar las persecuciones como para ocultar sabidurías peligrosas, inapropiadas sin una preparación previa. La creación misma es un lenguaje vivo y el homo sapiens, gran imitador, intenta en menor escala hacer lo mismo, puesto que a imagen del principio creador (elohim) fue hecho. 
   
Uno de los mejores lectores de este lenguaje oculto fue el alquimista contemporáneo Fulcanelli, de cuya obra Las moradas filosofales se presenta a continuación su capítulo final, para que usted juzgue por sí mismo o como primer paso si desea investigar más a fondo.

Esta y siguientes fotos por Ana Beatriz Castillo
Fulcanelli, op.cit:
"Pequeña ciudad fronteriza del país vasco, Hendaya agrupa sus casitas al pie de los primeros contrafuertes pirenaicos. Hállase encuadrada por el verde océano, el ancho Bidasoa, brillante y rápido, y los herbosos montes. La primera impresión que produce el contacto con aquel suelo áspero y rudo es más bien penosa, casi hostil. En el horizonte marino, la punta que Fuenterrabía, ocre bajo la cruda luz, hunde en las aguas glaucas y reverberantes del golfo, rompe apenas la austeridad natural del bravío paisaje. Salvo el estilo español de sus casas, el tipo y el idioma de sus habitantes, y el atractivo particularísimo de una playa reciente, erizada de orgullosos palacios, Hendaya no tiene nada capaz de retener la atención del turista, del arqueólogo o del artista.

Al salir de la estación, un camino agreste flanquea la vía del ferrocarril y conduce a la iglesia parroquias, situada en el centro de la población. Sus muros desnudos, flanqueados por una torre maciza, cuadrangular y truncada, se yerguen sobre un atrio levantado a la altura de unos pocos escalones y circundado de árboles de tupida fronda. Es un edificio vulgar, pesado, reformado, carente de interés. Sin embargo, cerca del lado sur del crucero y disimulada bajo las masas verdes de la plaza, se levanta una modesta cruz de piedra, tan sencilla como curiosa. 

Hallábase antiguamente en el cementerio comunal, y hasta 1842 no fue trasladada al lugar que ocupa actualmente junto a la iglesia. Así, al menos, nos lo afirmó un anciano vasco que había desempeñado, durante largos años, las funciones de sacristán. En cuanto al origen de esta cruz, es totalmente desconocido, y nos fue imposible obtener el menor dato sobre la época de su erección. Sin embargo, fundándonos en la forma de la base y de la columna, no creemos que pueda ser anterior a las postrimerías del siglo XVII o a principios del XVIII. Sea cual fuere su antigüedad, la cruz de Hendaya constituye, por la decoración de su pedestal, el monumento más singular del milenarismo primitivo y la más rara expresión simbólica del quiliasmo que jamás hayamos visto. Sabido es que esta doctrina, aceptada primero y combatida después por Orígenes, san Dionisio de Alejandría y san Jerónimo, aunque la Iglesia no la hubiese condenado, formaba parte de las tradiciones esotéricas de la antigua filosofía de Hermes.

La ingenuidad de los bajo relieves y su basta ejecución nos hacen pensar que estos emblemas lapidarios no fueron obra de un profesional del cincel y del buril; pero, abstracción hecha de la estética, debemos reconocer que el oscuro artífice de estas imágenes encamaba una ciencia profunda y verdaderos conocimientos cosmográficos. En el brazo transversal de la cruz -una cruz griegadescubrimos la inscripción acostumbrada, chocantemente esculpida en relieve y en dos líneas paralelas, con las palabras casi soldadas y cuya disposición, que respetamos, es la siguiente:

 O C R U X A V E S
P E S U N I C A

Ciertamente, la frase es fácil de descifrar, y su sentido, bien conocido: O crux ave spes unica. Sin embargo, traduciéndola a guisa de novato, no comprenderíamos muy bien con qué habíamos de quedamos, si con el pie o con la cruz, y aquella invocación resultaría sorprendente. Deberíamos, en verdad, llevar nuestro desenfado y nuestra ignorancia hasta el desprecio de las reglas elementales de la gramática, pues el nominativo masculino "pes" requiere el adjetivo "unicus", que es del mismo género, y no el femenino unica. Parecería, pues, que la deformación de la palabra "spes", esperanza, en "pes", pie, por ablación de la consonante inicial, hubiese sido resultado involuntario de una falta absoluta de práctica en nuestro lapicida. Pero ¿explica realmente la inexperiencia una rareza semejante? No podemos admitirlo. En efecto, la comparación de los motivos ejecutados por la misma mano y de la misma manera, demuestra una evidente preocupación por la colocación normal, un gran cuidado en la disposición y el equilibrio de aquéllos. ¿Por qué había de ser realizada la inscripción menos escrupulosamente? Un examen atento de ésta nos permite afirmar que sus caracteres son claros, si no elegantes, y que no están imbricados. Sin duda, nuestro artífice los diseñó primeramente con tiza o carbón, y este boceto descarta necesariamente cualquier idea sobre un error sufrido durante la talla. Ahora bien, como este error existe, hay que sacar la consecuencia de que fue un error aparente. Y deliberado. Y la única razón que podemos invocar es que se trata de un signo puesto adrede, disimulado bajo el aspecto de una torpeza inexplicable y destinado a despertar la curiosidad del observador. Diremos, pues, que, en nuestra opinión, el autor dispuso de este modo el epígrafe de su obra turbadora, a sabiendas y voluntariamente.



El estudio del pedestal nos había iluminado, y sabíamos ya de qué manera, y con qué llave, debíamos leer la inscripción cristiana del monumento; pero deseábamos mostrar a los investigadores el gran auxilio que, para la resolución de las cosas ocultas, son capaces de prestarnos el sentido común, la lógica y el razonamiento. La letra S, que adopta la forma sinuosa de la serpiente, corresponde a la ji (X) de la lengua griega y toma de ella su significación esotérica. Es el rastro helicoidal del sol llegado al cenit de su curva a través del espacio, al producirse la catástrofe cíclica. Es una imagen teórica de la bestia del Apocalipsis, del dragón que vomita, en los días del Juicio Final, fuego y azufre sobre la creación macrocósmica. Gracias al valor simbólico de la letra S,desplazada adrede, comprendemos que la inscripción debe expresarse en lenguaje secreto, es decir, en la lengua de los dioses o en la de los pájaros, y que hemos de descubrir su sentido sirviéndonos de las regla de la Diplomática. Algunos autores, y en particular Grasset d'Orcet, en el análisis del Sueño de Polifilo, publicado por la Revue Britannique, las han expuesto con bastante claridad para que tengamos que hablar de ellas. Leeremos, pues, en fiancés, lengua de los diplomáticos, el latín tal y como está escrito, y después, empleando las vocales permutantes, obtendremos la asonancia de palabras nuevas que componen otra frase, cuya ortografía y cuyo orden de vocales restableceremos, así como su sentido literario. De este modo, recibimos este singular aviso: "Il est écrit que la vie se réfugie en un seul espace" (1), y nos enteramos de que existe una región donde la muerte no alcanzará al hombre, cuando llegue la época terrible del doble cataclismo. En cuanto al emplazamiento geográfico de esta tierra prometida, donde los elegidos presenciarán el retorno de la edad de oro, somos nosotros quienes debemos buscarlo. Pues los elegidos, hijos de Elías, se salvarán según las palabras de la Escritura.Porque su fe profunda, su incansable perseverancia en el esfuerzo, les harán merecedores de su elevación al rango de discípulos de Cristo-Luz. Llevarán su señal y recibirán de El la misión de empalmar a la Humanidad regenerada en la cadena de las tradiciones de la Humanidad desaparecida.




La cara anterior de la cruz -aquella en que los tres horribles clavos fijaron en la madera maldita el cuerpo dolorido del Redentor- aparece definida por la inscripción INRI, grabada en su brazo transversal. Corresponde a la imagen esquemática del ciclo que vemos en la base. Tenemos, pues, aquí, dos cruces simbólicas, instrumentos del mismo suplicio: arriba, la cruz divina, ejemplo del medio escogido para la expiación; abajo, la cruz del globo, determinando el polo del hemisferio boreal y situando en el tiempo la época fatal de esta expiación. Dios Padre tiene en su mano este globo rematado por el signo ígneo, y los cuatro grandes siglos -figuras históricas de las cuatro edades del mundo- representan con el mismo atributo a sus soberanos: Alejandro, Augusto, Carlomagno y Luis XIV (2).

Esto es lo que enseña el epígrafe INRI, traducido exotéricamente por "Iesus Nazarenus Rex Iudeorum", pero que toma prestada de la CRUZ su significación secreta: "Igne Natura Renovatur Integra". Porque es por medio del fuego y en el fuego mismo que pronto será puesto a prueba nuestro hemisferio. Y, de la misma manera en que, por medio del fuego, se separa el oro de los metales impuros, nos dice la Escritura que serán separados los buenos de los malos en el día grande del Juicio Final.

En cada una de las cuatro caras del pedestal, observamos un símbolo diferente. Vemos en una de ellas la imagen del sol; en otra, la de la luna; la tercera nos muestra una gran estrella, y la última, una figura geoniétrica que, según acabamos de decir, no es sino el esquema adoptado por los iniciados para caracterizar el ciclo solar. Es un simple círculo dividido en cuatro sectores por dos diámetros que se cruzan en ángulo recto. En cada uno de lo sectores figura una A, que los señala como las cuatro edades del mundo, en este jeroglífico completo del universo, formado con signos convencionales del cielo y de la tierra, de lo espiritual y de lo temporal, del macrocosmo y del microcosmo, y donde volvemos a encontrar, asociados, los emblemas mayores de la redención (cruz) y del mundo (círculo).

En la época medieval, estas cuatro fases del gran período cíclico -cuya rotación contigua expresaban los antiguos por medio de un círculo dividido por dos diámetros perpendiculares- eran generalmente representados por los cuatro Evangelistas o por su letra simbólica, que era la alfa griega, y, todavía con mayor frecuencia, por los cuatro animales evangélicos rodeando a Cristo, figura humana y viva de la cruz.

Es la fórmula tradicional que encontramos a menudo en los tímpanos de los pórticos románicos. Jesús aparece sentado, con la mano izquierda apoyada en un libro y la derecha levantada en ademán de bendecir, y separado de los cuatro animales que le sirven de acompañamiento por la elipse llamada Almendra mística. Estos grupos, generalmente aislados de las otras escenas por una guirnalda de nubes, tienen siempre colocadas sus figuras en el mismo orden, según podemos observar en las catedrales de Chartres (puerta real) y de Le Mans (puerta occidental) en la iglesia de los Templarios de Luz (Hautes-Pyrénées), en la Civray (Vienne), en el pórtico de Saint Trophime de Arles, etcétera.

«Había también delante del trono -escribe san Juan como un mar de vidrio semejante al cristal; y, en medio del trono y alrededor de él, cuatro vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. El primer viviente era semejante a un león; el segundo viviente, semejante a un temero; el tercero tenía semblante como de hombre, y el cuarto era semejante a un águila voladora» (3). Relato que está de acuerdo con el de Ezequiel: «Vi, pues... una nube densa en torno de la cual resplandecía un remolino de fuego, que en medio brillaba como bronce en ignición. En el centro de ella había semejanza de cuatro seres vivientes... Y sus rostros de frente eran de hombre; y los cuatro tenían de león el lado derecho de la cara; y los cuatro tenían de buey el lado izquierdo; y los cuatro tenían cara de águila en la parte de arriba» (4).


En la mitología hindú, los cuatro sectores iguales del círculo dividido por la cruz servían de base a un concepto místico bastante singular. El ciclo entero de la evolución humana encarnase en él en forma de una vaca, símbolo de la Virtud, que apoya las pezuñas en cada uno de los cuatro sectores- que representan las cuatro edades del mundo. En la primera edad, que corresponde a la edad de oro de los griegos y es llamada Credagugán o edad de la inocencia, la Virtud se mantiene firme sobre la tierra; la vaca descansa sólidamente sobre sus cuatro patas. En el Tredagugán, o segunda edad, que corresponde a la edad de plata, la vaca está más débil y se sostiene sólo sobre tres patas. Durante el Tuvabaragugán, tercera edad o edad de bronce, sólo tiene dos patas. Por último, en la edad de hierro, que es la nuestra, la vaca cíclica, o Virtud humana, alcanza el grado supremo de debilidad y de senilidad: se sostiene difícilmente, en equilibrio, sobre una sola pata. Es la cuarta y última edad, el Calgugán, edad de miseria, de infortunio y de decrepitud.

La edad de hierro no tiene más sello que el de la Muerte. Su jeroglífico es el esqueleto provisto de los atributos de Saturno: el reloj de arena vacio, imagen del tiempo cumplido, y la guadaña, reproducida en la cifra siete, que es el número de la transformación, de la destrucción, del aniquilamiento. El Evangelio de esta época nefasta es el que fue escrito bajo la inspiración de san Mateo. Matthaeus, en griego [proviene de uan palabra..] que significa ciencia. De esta palabra derivan [en griego, palabras que significan...] estudio, conocimiento, [proveniente de las palabras griegas que significan], aprender, instruirse. Es el Evangelio según la Ciencia, el último de todos, pero el primero para nosotros, ya que nos enseña que, salvo un pequeño número de elegidos, debemos perecer colectivamente. Por esto se dio a san Mateo el atributo del ángel; porque la ciencia, única capaz de penetrar el misterio de las cosas, de los seres y de su destino, puede dar al hombre alas con que elevarse hasta el conocimiento de las más altas verdades y llegar hasta Dios.


NOTAS

(1) En latín, "spatium", con la significación de lugar, sitio, emplazamiento, que le da Tácito. Corresponde a una palabra griega cuya raís es país, comarca, territorio.(En español: «Está escrito que la vida se refugia en un solo espacio.») 

(2) Los tres primeros son emperadores, el cuarto es solamente rey, el Rey-Sol, y significa la declinación del astro y sus postreros resplandores. Es el crepúsculo anunciador de la larga noche cíclica, llena de horror y de espando, "la abominación de la desolación".

(3) Apocalipsis, cap. I, versículos 4,5,10-11.


(4) Cap. 1, vv. 4, 5, 10 y 11.




 



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